viernes, 18 de mayo de 2012

Beethoven



El miedo a la muerte no entra en el lenguaje. Se mete por los poros, por debajo de las uñas, por los oídos, por la garganta y se queda un rato ahí, entre la calentura del cuerpo que aún no grita pero sabe. Se posa en un ojo, lo cierra, lo nubla, lo invade. Rompe con todo. Hace que la casa se llene de tiempo suspendido. Ni las ventanas, ni los cuadros, ni las fotografías nos hablan ahora. Todo paralizado. No hay huecos para que el alma huya. No se puede respirar. El aire es gris como de niebla fría y perdida. El amado deja de existir en el momento en que no hay abrazo capaz de calmar tanto dolor. El sueño no alivia, la soledad frente a las luces apagadas y el silencio del otro que duerme a nuestro lado es tan grande que se dispara hacia todos los rincones de la habitación. La desesperación es absoluta. Nos rompe la cabeza con un hacha, nos astilla los huesos, nos derrite la carne. Ahoga.

Cerré los ojos y ahí estaba. Lo vi a través del vidrio de la ventana, suspendido en la oscuridad de la noche, casi volando, como un fantasma de otro tiempo. Nunca voy a olvidar sus ojos. Desorbitados, chorreantes de locura y muerte. Me miró, se metió en mis pupilas, no podía ignorarlo, ya era tarde. Su pelo estaba enredado, muy desprolijo y sucio. El pelo de un enfermo, de un loco o de un genio, pensé. Tocaba el piano pero no salía de ahí ninguna música. Era Beethoven, lo supe después. El sordo y el incomprendido. El enfermo, el genio, el loco, el muerto.

Nadie más puede verlo. Me piden que me calle, dicen que estoy gritando. Que me calle, que no hay nadie ahí afuera, que baje la voz. Yo digo que sí, que cómo puede ser que no lo vean, que me está llamando con los ojos y que tengo miedo de que sepa algo de mí, algo muy íntimo. Tengo miedo que esté leyendo mi miedo. Me piden que deje de patalear, que me va a bajar la presión de tanto llorar. Alguien me agarra del cuello. Siento que todo está ido. Me voy. No hay más afuera. No hay más afuera. No hay más afuera. Estoy sola.

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