lunes, 9 de enero de 2012

La exorcista


Crece y crece y me tapa y me come y no puedo mirarlo a los ojos porque cambia de nombre todo el tiempo y no tiene cara. Me lame la parte de atrás de las orejas, me acaricia con malicia las axilas hasta que la risa se vuelve puro nervio y ganas de huir hacia algún lugar con nubes y sin palabras. De noche se acuesta a mi lado, me abraza con su garra peluda y pesada y me sofoca los sueños, las piernas. Su lugar preferido es el nudo de mi garganta, allí se acurruca como un caracol enloquecido y negro y dispara agujas que son hologramas pero igual duelen desde adentro. Pinta mi carne de un color oscuro, acogota a mis budas y quiebra el vidrio más puro de mis ojos. Me conoce, me llama, lee mis agujeros negros encefálicos y les da de comer gusanos que murieron de miedo. Escupe en mi almohada cada noche pequeños mundos posibles de pesadillas escondidas en el corazón de la que fui antes de nacer.

Lo maldigo y lo conjuro y lo vomito y lo rechazo con las palabras. Quizás lo pinte una y mil veces hasta que algún día se anime a mostrar su cara en el lienzo y me deje arrancarle los colmillos con una pincelada que será, ahora lo sé, tan valiente como la otra mujer que ahora me habita y permanece amordazada.